Por Isaías Garde
Como Hemingway, es decir como Chejov, Cheever es narrador de indicios más que de aseveraciones, y de transcurso más que de finales. El ángel del puente, relato breve publicado originalmente en 1961, además de ser un buen cuento, se recibe como una lección de oficio narrativo en ese registro indirecto y poco conclusivo. Recurriendo a una de las primeras imágenes del texto, digamos que con Cheever estamos siempre patinando sobre hielo con gracia y fluidez, solo que la capa de hielo es tan delgada y abajo está el océano y apenas más abajo el magma infernal del centro de la tierra.
Cheever, que detestaba las tramas casi en la misma medida en que lo entusiasmaba el bourbon, declaró en una oportunidad: "La trama implica la narrativa y un montón de basura. Es un intento calculado de atrapar el interés del lector al punto de que piense en ello como una convicción moral". Ese concepto es bien notable en este relato a través del cual el narrador, su madre, su hermano y un ángel musical -cuatro figuritas, cuatro muñecos eficientes despojados de todo macramé psicológico-, "progresan" a los tumbos, como cualquiera de nosotros, en una odisea de cabotaje que se va armando sola.
El tema del ángel, que da título y final al relato, encaja a la perfección ya que se trata, como muchos otros textos de Cheever, de un cuento de hadas amable y amargo, y en el presupuesto de los cuentos de hadas, los ángeles y otros monstruos siempre funcionan, aunque sepamos que no existen. Se entiende que los lectores realistas (o realísticos) demanden una constatación de lo narrado en aquella verdad-verdad-verdad a la que llaman vida real. Para ellos Cheever pone una pista tranquilizadora, el narrador reflexiona, un rato antes del final del relato que, alcanzado el clímax del miedo o de lo que sea, "el cuerpo y tal vez el espíritu se defienden inventando alguna nueva fuente de energía". Una instancia de salvación, aunque provisoria, a la que no nos cuesta nada llamar "ángel" sin tener que sentirnos místicos, ni ingenuos, ni autoayudados; sin siquiera tener que suspender demasiado nuestra incredulidad. El autor confía en nosotros, nos deja hacer lo nuestro que es leer. Y en Cheever o desde Cheever, nos sentimos lectores de alta destilación.
En el enlace al pie pueden leer el relato completo en mi módica traducción.
A tener en cuenta: Si leen a Cheever, no conduzcan. Recurran a un conductor designado que sea, en lo posible, lector de Auster.
Leer: John Cheever - El ángel del puente
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